I
En un cementerio de lugar castellano
Corral de muertos, entre pobres tapias, hechas también de barro, pobre corral donde la hoz no siega, sólo una cruz, en el desierto campo señala tu destino. Junto a esas tapias buscan el amparo del hostigo del cierzo las ovejas al pasar trashumantes en rebaño, y en ellas rompen de la vana historia, como las olas, los rumores vanos. Como un islote en junio, te ciñe el mar dorado de las espigas que a la brisa ondean, y canta sobre ti la alondra el canto de la cosecha. Cuando baja en la lluvia el cielo al campo baja también sobre la santa hierba donde la hoz no corta, de tu rincón, ¡pobre corral de muertos!, y sienten en sus huesos el reclamo del riego de la vida. Salvan tus cercas de mampuesto y barro las aladas semillas, o te las llevan con piedad los pájaros, y crecen escondidas amapolas, clavelinas, magarzas, brezos, cardos, entre arrumbadas cruces, no más que de las aves libres pasto. Cavan tan sólo en tu maleza brava, corral sagrado, para de un alma que sufrió en el mundo sembrar el grano; luego sobre esa siembra ¡barbecho largo! Cerca de ti el camino de los vivos, no como tú, con tapias, no cercado, por donde van y vienen, ya riendo o llorando, ¡rompiendo con sus risas o sus lloros el silencio inmortal de tu cercado! Después que lento el sol tomó ya tierra, y sube al cielo el páramo a la hora del recuerdo, al toque de oraciones y descanso, la tosca cruz de piedra de tus tapias de barro queda, como un guardián que nunca duerme, de la campiña el sueño vigilando. No hay cruz sobre la iglesia de los vivos, en torno de la cual duerme el poblado; la cruz, cual perro fiel, ampara el sueño de los muertos al cielo acorralados. ¡Y desde el cielo de la noche, Cristo, el Pastor Soberano, con infinitos ojos centelleantes, recuenta las ovejas del rebaño! ¡Pobre corral de muertos entre tapias hechas del mismo barro, sólo una cruz distingue tu destino en la desierta soledad del campo!
II
El cuerpo canta
El cuerpo canta;
la sangre aúlla;
la tierra charla;
la mar murmura;
el cielo calla y el hombre escucha.
III
La oración del ateo
Oye mi ruego Tú, Dios que no existes, y en tu nada recoge estas mis quejas, Tú que a los pobres hombres nunca dejas sin consuelo de engaño. No resistes a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes. Cuando Tú de mi mente más te alejas, más recuerdo las plácidas consejas con que mi ama endulzóme noches tristes. ¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande que no eres sino Idea; es muy angosta la realidad por mucho que se expande para abarcarte. Sufro yo a tu costa, Dios no existente, pues si Tú existieras existiría yo también de veras.
Sem comentários:
Enviar um comentário